Lunes ni las gallinas ponen

Foto: M. Pisarro
Foto: M. Pisarro

Hoy es lunes y nada mejor que un lunes para recordar que el poeta griego Hesíodo tenía razón. Pienso en cierta moraleja tautológica que podemos extraer de Los trabajos y los días, esos latosos ochocientos versos escritos hace aproximadamente 2700 años: que para cada día hay una actividad y que cada actividad tiene su día. Una idea que parece difícil no ratificar cotidianamente.


Muchos años atrás escuché, en un curso de historia, cómo se dividía la semana laboral de los agricultores antes de la Revolución Industrial. Los martes y los miércoles preparaban sus herramientas, pero no salían a trabajar. Jueves y viernes sí lo hacían. El mismo viernes cobraban y a la noche comenzaba una juerga alcohólica que se extendía hasta el sábado. El domingo estaba la resaca y la misa. El lunes no se trabajaba porque en San Lunes no se trabajaba (“el lunes ni las gallinas ponen”). El martes se reiniciaba el ciclo.

Aunque no acabé de creerme el cuento, que alguien sí se lo creyera —que alguien se parara frente a una clase y lo contara con la seguridad de quien cuenta qué desayunó en la mañana— me entusiasmó. No sabría decir por qué. Acaso porque, como con tantas historias que no son ciertas, sí es cierto su principio: que para cada día hay una actividad y que cada actividad tiene su día.

Los sábados son un día clave para la industria del entretenimiento, especialmente juvenil y especialmente nocturna. Creo que por eso dejaron de gustarme los sábados. Las cosas-que-hay-que-hacer-el-sábado-a-la-noche me aburrían ya de adolescente, y ahora que no soy adolescente y que tomé por costumbre llamar a la policía para denunciar ruidos molestos y para alertar sobre jóvenes peligrosos reunidos en las esquinas (seguro que se drogan), me gustan mucho menos. Hoy, que mis aspiraciones son envejecer para convertirme en el anciano huraño que pincha la pelota de los niños del barrio, prefiero los domingos.

Los domingos son un día interesante porque muchos comercios no abren sus puertas y la densidad de transeúntes se reduce dramáticamente. La ciudad, a veces, parece habitable. La mañana del domingo puede ser un momento sublime, siempre que uno no se tope con los jóvenes peligrosos (y de seguro drogados) que piensan que continúa el sábado-a-la-noche. Uno puede deambular por las calles silenciosas y luego regresar con el periódico y la docena de facturas de la panadería. Se dirá que desayunar en un bar del mil novecientos, leyendo el mencionado periódico, es mucho mejor. No estoy de acuerdo. La razón es que las panaderías tienen un encanto especial los domingos por la mañana.

La primera prueba para saber si estamos ante una buena panadería de barrio, es que el domingo por la mañana saque a relucir sus mejores armas. La segunda prueba es que el lunes mantenga sus puertas cerradas.

Toda buena panadería de barrio cierra los lunes. Al igual que las peluquerías o las florerías, las panaderías no deben abrir los lunes.

Hesíodo no lo menciona, pero es así: los lunes, que ni las gallinas ponen, las panaderías permanecen cerradas.

El martes se reinicia el ciclo.

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